Cuando la edad es un plus: Josep Lluís Pérez, 77 años: «Si no te mueves, todo degenera»

Josep Lluís PérezBusca en la vida lo que en una botella de buen vino: un caldo redondo, concentrado, largo, armonioso en el que quizás puedan identificarse errores pero que evoluciona sin complejos. Sin remordimientos. En 1981 Josep Lluís Pérez encontró en el Priorat su lugar en el mundo. Años después (en 1989) fue uno de los visionarios que se pusieron a elaborar vino -el suyo era el Clos Martinet– para venderlo a 1.500 pesetas de la época. Una «locura» que renovó la comarca y la situó en lo que es hoy: una de las zonas vitivinícolas más reputadas del mundo.

Elaborar un vino excelente no le ha frenado, sino todo lo contrario. El suyo es un espíritu libre y una mente lo suficientemente abierta como para seguir evolucionando a los 77 años. «Cuanto más conoces, más matices eres capaz de apreciar», dice. De mirada felina, con sonrisa fácil y movimientos ligeros, Josep Lluís Pérez no aparenta la edad que tiene. Quizás porque vive como si no le importara cumplir años: «No sé dónde llegaré pero mientras, disfruto del camino, lo saboreo», dice. ¿Algún consejo? «Estar bien con uno mismo… la amistad… Estar equilibrados y ser felices es la clave. Todo lo que haces repercute en ti, también las cosas mal hechas, la maldad pasa factura… te hace infeliz».

Cuando cumplió los 65 años pasó las riendas del buque insignia de la casa, el Clos Martinet, a su hija Sara, también enóloga: «Dos pintores no pueden hacer un mismo cuadro», dice. Sus hijos se hicieron cargo de Mas Martinet Viticultors y él siguió adelante con otros proyectos laborales (principalmente Mas Martinet Assessoraments) y también vitales.

Durante los últimos ocho años, desde su casa -a medio camino entre Falset y Gratallops- ha estado «gestionando» unos viñedos a distancia. Ni más ni menos que en Egipto estaban las cepas. Él seguía a tiempo real su estado y las controlaba remotamente. Los sensores le daban unos parámetros con los que pautaba el crecimiento y el vigor de las viñas en una zona de temperaturas extremas y lluvia casi inexistente. Viajaba a ese país una vez al mes y durante la vendimia solía estarse una o dos semanas.

Y es que poco tiene que ver el Priorat que encontró Josep Lluís Pérez a principios de los años ochenta -cuando nadie tenía, por ejemplo, teléfono en casa- y el de hoy, en el que se puede dirigir un viñedo experimental situado en otro continente para asegurar una buena uva con la que elaborar vinos de calidad en Egipto.

La monotorización de esos viñedos acabó precisamente hace unas semanas. «Ahora quiero recopilar todos los datos recogidos durante estos años y analizarlos detenidamente, en profundidad», explica Pérez. Éste no es el único frente que tiene abierto el enólogo. Durante los próximos días comenzará un nuevo proyecto en el Empordà. De nuevo en la Finca Garbet, una de las más espectaculares de Castell de Peralada: «Vamos a estudiar la velocidad de la tramontana a distintas alturas», explica. Y es que tan expuesta está esta finca al viento que ahora prácticamente sólo pueden aprovecharse tres de las diez hectáreas plantadas.

«No me imagino sin trabajar… ¡es que me lo paso muy bien! Si no te mueves, todo degenera», repite Pérez. Además de Mas Martinet Assessoraments (que incluye 8,5 hectáreas de fincas experimentales y un blog con decenas de artículos técnicos, de opinión y de experiencias), el enólogo sigue muy de cerca la elaboración del Martinet Bru (producen unas 2.000 botellas al año) «y estoy haciendo vinos sin ningún tipo de aditivos», cuenta. Otra evolución.

En la vida de Josep Lluís Pérez ha habido varios puntos de inflexión. «Es que nunca me ha gustado que me dirijan, siempre he buscado lo que me gusta y nunca me ha importado, ni me importa ahora, ir contra corriente», asegura. Cuando tenía una vida estable y cómoda como profesor en una escuela del Opus de Sant Cugat del Vallès, se sintió encorsetado. Le ofrecieron dirigir la Escola d’Enologia de Falset y allí se trasladó con su familia. Ese fue un cambio. Radical.

Ocho años después, René Barbier (el padre, hoy también su consuegro) y Carles Pastrana le hicieron la propuesta, en mayúsculas: elaborar vino. Pero no de cualquier forma. Él se responsabilizaría de la parte técnica vitícola y enológica. Tenía que comprarse una finca, plantarla y participar en la construcción de una bodega común. Y dijo sí. Como Álvaro Palacios y Daphne Glorian.

Al principio (y hasta que cada uno tuvo una producción propia suficiente) elaboraban todos juntos y cada uno comercializaba con su etiqueta. (Clos Mogador, Clos de l’Obac, Clos Erasmus, L’Ermita y el suyo, Clos Martinet). Se propusieron no vender a menos de 1.500 pesetas la botella y, por tanto, la calidad debía responder a ese precio «astronómico» de una época en que reinaba el Rioja y el Penedès.

«Un buen vino es técnica y es arte; es emoción; es una creación personal, y eso no tiene precio»

«Al principio nos costó mucho vender nuestras botellas», recuerda Pérez. Él, su hija Sara y su hijo Adrià recorrieron muchos kilómetros, vino en mano, para vender sólo veinte cajas de Priorat en dos años. Pero un día de mayo de 1994, el periodista Bartolomé Sánchez le montó una cena con 28 sumilleres en Madrid, donde Pérez pudo explicar su vino. Y ahí cambió todo. En pocos meses tenía toda la producción vendida, incluido el stock. «El vino es una creación, una idea personal… y el arte no tiene precio. Por eso cuando me dicen si L’Ermita vale realmente tanto dinero, siempre contesto que es una creación de Álvaro Palacios, es un vino que ha roto esquemas y es algo único».

Cuando cumplió 65 años, otro punto de inflexión. Quizás el más profundo. «¿Por qué nos hacemos viejos?», se preguntó. «La genética es un valor relativo, no seguro… estudié mucho y comprendí las relaciones psicosomáticas… hace tiempo que juego entre lo psíquico y lo físico». Hace doce años que Josep Lluís Pérez y Montse (su esposa y aliada incondicional) se levantan cuando todavía es de noche. Pérez se despierta a las cuatro y media de la madrugada y tras preparar un zumo ambos hacen ejercicio durante unas tres horas. También digipuntura. Beben agua y desayunan a las 7.30. «He experimentado conmigo mismo. La parte emocional es básica», asegura. Además, lleva doce años sin un resfriado y no se médica. «El cerebro es emocional y racional; constantemente racionalizamos las emociones y igual que nos esforzamos en conocer la naturaleza, tenemos que esforzarnos en conocer nuestras razones; y esa contemplación proporciona muchas satisfacciones; hay que huir de la educación basada en el miedo y la culpabilidad», dice. Él pone la mejor técnica al servicio de la sensibilidad, ya sea para elaborar un vino, tocar el piano o para vivir.

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